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CAPÍTULO 3: LOS HERMANOS

Era un espacioso salón tapizado de seda color de grana hasta la altura de dos varas. Pesados escaños y toscos sillones cuyos brazos y pies se formaban de cabezas y garras de leones, y labrados de oloroso bálsamo, estaban colocados contra las paredes y cubrían todo el espacio donde no había balcones ó puertas. En el fondo había una imagen de Cristo Crucificado, y del techo pendían tres arañas enormes de plata. El suelo estaba cubierto con alfombras venecianas y con mantas bordadas de fuertes colores, testimonio todavía patente de la industria y civilización de la raza indígena. Al entrar en esta pieza no se sabía acertivamente lo que era; pero más tenía trazas de templo que de habitación profana dedicada á los saraos y banquetes.
En este salón se hallaba el Marqués paseándose de un extremo á otro, con la cabeza baja, un dedo en la boca, y con muestras de que una idea fija le preocupaba. A pocos momentos se presentó D. Martín Cortés, hijo del conquistador y de la hermosa Doña Marina, llevando en su ferreruelo la roja Cruz de Santiago. Detrás de D. Martín Cortés se entraron silenciosamente en el salón dos caballeros: el uno era D. Luis Cortés, hijo también del conquistador y de Doña Antonia Hermosilla, y el otro Alonso de Avila. Era este un mancebo de cosa de veinticinco años, hermoso y gallardo, de ojos negros y chispeantes, de frente ancha, de nariz larga y de boca grande, sombreada por un negro bigote con las puntas retorcidas hacia arriba. Hablaba con entusiasmo y viveza, era pronto y rápido en los movimientos, accionaba mucho, y su mano derecha la llevaba frecuentemente al pomo de su larga espada, porque era pendenciero y calavera, y manejaba con garbo y destreza las armas y el caballo: vestía un capellar de damasco encarnado bordado de plata, que tenía una capucha á la usanza morisca para cubrir la cabeza, un corpezuelo de una tela de seda tejida con plata y oro, y unas calzas de terciopelo negro.