Dos fuerzas, dos voluntades, dos derechos, dos razas iban próximamente á chocarse, y de este choque debería resultar un río de sangre humana donde hubiera podido navegar un bergantín. La fuerza de Europa auxiliada por los descubrimientos del genio, contra la fuerza indígena sostenida por el indomable carácter del monarca; el derecho bárbaro de conquista contra el derecho eterno de la independencia; la raza caucásica contra la raza india, nueva hasta ese momento en la historia humana. El carácter de acero de Cuauhtimoc, contra el carácter de fierro del capitán más valiente del siglo. Tales eran los elementos que iban á entrar en acción y en un combate á muerte.
Ni la sangre ya vertida, ni la fuerza de los caballos, ni el estampido de la artillería, ni los presagios intimidaron el ánimo fuerte de Cuauhtimoc, como tampoco hicieron ni la más leve mella en el corazón valiente del conquistador español, ni los desastres de la Noche Triste, ni los riesgos y aventuras de la empresa. Era la lucha nunca vista en la historia de dos hombres de tal tamaño, que parecía que su sombra imponente era más alta y de mayor volumen que los gigantes inmóviles de la cordillera del Anáhuac.
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