Poco tiempo después de la salida de los españoles en la memorable "Noche Triste", se comenzó á notar en los barrios de la ciudad una horrorosa enfermedad, antes desconocida entre los aztecas. Los médicos hacían uso de cuantas plantas benéficas conocían y de cuantos sortilegios les sugería la superstición, y todo era ineficaz. Los jóvenes y los niños eran atacados repentinamente de unas pústulas rojas que se sobreponían en el cuerpo las unas á las otras como los botones de una piña, y en breve tiempo los ojos, las narices, la boca, los carrillos no formaban sino un conjunto deforme, rojo y candente, como si con un fierro ardiendo hubiesen los verdugos marcado á la víctima. La mayor parte morían á los cuatro ó cinco días devorados por una fiebre ardiente, y dejando en el lecho los pedazos de sus carnes. Eran las viruelas, que como el primero y más funesto presente de la Europa, regalaba á la raza indígena un negro que vino entre las gentes de Pánfilo de Narvaez.
Después de la catástrofe de Moctezuma, los mexicanos se apresuraron á elegir Emperador, y recayó el mando en su hermano "Cuitlahuatzin", bravo joven que había reasumido el mando de las fuerzas aztecas desde la matanza que hizo Alvarado en el templo mayor y vencido á Hernán Cortés, arrojando á los enemigos de la ciudad. Cuando se proponía levantar un grande ejército y marchar tal vez al encuentro de los españoles, que desalentados y casi perdidos se habían refugiado en la república de Tlaxcala, fué atacado de las viruelas y murió después de un corto reinado. Igual suerte tocó al Rey de Tlacopan. Los aztecas lloraron sobre los cadáveres de sus soberanos y les tributaron los honores fúnebres que eran de costumbre. La población estaba verdaderamente consternada.
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