Era la noche del 30 de enero de 1609: la luna, perdiéndose en el horizonte, apenas alumbraba las blancas nieves del soberbio Pico de Orizaba, conocido entre los naturales con el nombre de Zitlaltepec, y las sombras envolvían la fertil cañada de Aculzingo.
Entre aquellas sombras se escuchaba apenas el rumor de los árboles agitados por los vientos de la noche, y el murmullo de los arroyos que bajan por las vertientes de las montañas.
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