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CAPÍTULO 3: TERCERA PARTE

Los salvajes, arrojando gritos y soltando diabólicas carcajadas, se internaron en la selva; pero desde aquel momento el ánimo de los peregrinos quedó de tal suerte abatido que no tenían aliento ni para proporcionarse el preciso sustento. Las madres estrechaban contra su seno á sus hijos, y muchas de estas criaturas, heridas, sedientas, presa de la fiebre, arrojaban lastimosos quejidos. Tuvieron todos que continuar su marcha porque no había otro remedio, y un resto de ilusión y de esperanza les hacía ver, como si fuera la gloria celestial, la suspirada ranchería de Pánuco. Los salvajes volvieron á aparecer á los dos días con unas fisonomías risueñas y placenteras. Se apoderaron de dos hombres que por la fatiga se habían quedado atrás, y en vez de atarlos y conducirlos al martirio, los comenzaron á desnudar, y así que los dejaron como Adán, los despidieron, sin hacerles otro daño. Fué una luz, una inspiración para los desdichados. Ofrecer las ropas en cambio de la vida, no era nada.
Los indios se acercaron de nuevo y los peregrinos, les hicieron señas de si querían la ropa, á lo que también por señas contestaron afirmativamente, y entonces entraron al campamento. Dieron de pronto con un tartamudo vizcayno, el cual con visible repugnancia se quitó los pantalones: pero no fué posible que de grado les entregara una "jaqueta" encarnada que tenía. Los salvajes se pusieron furiosos, le dispararon muchos flechazos y le dejaron hecho pedazos muerto en el suelo, haciendo trizas la "jaqueta" y repartiéndose los fragmentos. Con este ejemplo por una parte, y amagados por los salvajes que tendían su arco, hombres, mujeres, niños, hasta los religiosos tuvieron que desnudarse, no permitiendo sus enemigos que conservasen ni siquiera un harapo ni un pañuelo con que cubrirse.