Lo que vamos á referir sería para novela exagerado, y, sin embargo, es exactamente cierto. Nuestra historia antigua, relegada por muchos años á las polvosas librerías de los conventos, tiene episodios que darían materia para escribir muchos y divertidos volúmenes. Conocida y popular, si se quiere, es la historia de los conquistadores, españoles, pero están olvidadas las aventuras verdaderamente románticas de los muchos religiosos que, movidos del espíritu evangélico y de esa rara heroicidad de convertir á la fe cristiana á los idólatras, no conocían ni distancias, ni temían á las tormentas, ni les asustaba ningún género de peligro, y cuando les sobrevenían algunos de esos contratiempos tan comunes en los largos viajes en tierras desconocidas y sembradas por todas partes de peligros, todo lo referían á Dios, y morían, no con el indómito orgullo de los sanguinarios capitanes, sino con la tranquila serenidad del verdadero creyente que ve en su última hora abiertas las eternas y diamantinas puertas de los cielos.
Hemos hablado de las flotas, y tendremos que volver más de una vez á este tema, porque las flotas que de la Península Española venían á México y regresaban, eran las más veces ó el principio ó el fin de sucesos importantes ó de raras aventuras.
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