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CAPÍTULO 7: LOS DEGOLLADOS

El 3 de agosto de 1566, víspera de Santo Domingo, á las siete de una oscura y lúgubre noche, una comitiva fúnebre se dirigía á la plaza mayor. Alonso de Avila iba montado en una mula con unos grillos en las manos; estaba vestido de negro, y una ropa ó turca de damasco pardo, con gorra de terciopelo con una pluma negra, y una gruesa cadena de oro en el cuello. Su hermano Gil González, ajeno á la conspiración, como hemos dicho, iba vestido de pardo y montado en otra mula. Eran seguidos de muchos guardias armados y de alguaciles con teas encendidas, y el verdugo, enmascarado, con una enorme hacha en el hombro, precedía muy de cerca á los presos.
Junto á las casas de cabildo estaba un tablado cubierto de paño negro, y alumbrado con la trémula y escasa luz de algunas hachas; lo custodiaba la gente de la Audiencia, y alderredor la población entera, amigos y enemigos confundidos en la dudosa sombra, aguardaban mudos y sombríos el desenlace del terrible drama. Ayudados por sus confesores, los Avila subieron al tablado. Alonso confesó allí ser cierta la conspiración, con palabras que revelaban la proximidad de la muerte, y las últimas oraciones no terminaban cuando el verdugo levantó en el aire su terrible hacha, la que zumbando trozó la cabeza del apuesto y gallardo joven, y lo mismo pasó con el inocente Gil González, quedando aquel paño fúnebre humedecido con la sangre de los dos alegres y bravos convidados del marqués del Valle.