Esta mañana de Primavera me he puesto a hojear mi amado viejo libro, un libro primigenio, el que iniciara un movimiento mental que había de tener después tantas triunfantes consecuencias; y lo hojeo como quien relee antiguas cartas de amor, con un cariño melancólico, con una «saudade» conmovida en el recuerdo de mi lejana juventud. Era en Santiago de Chile, adonde yo había llegado, desde la remota Nicaragua, en busca de un ambiente propicio a los estudios y disciplinas intelectuales. A pesar de no haber producido hasta entonces Chile principalmente sino hombres de Estado y de jurisprudencia, gramáticos, historiadores, periodistas y, cuando más, rimadores, tradicionales y académicos de directa descendencia peninsular, yo encontré nuevo aire para mis ansiosos vuelos y una juventud llena de deseos de belleza y de nobles entusiasmos.
Cuando publiqué los primeros cuentos y poesías que salían de los cánones usuales, si obtuve el asombro y la censura de los profesores, logré en cambio el cordial aplauso de mis compañeros. ¿Cuál fué el origen de la novedad? El origen de la novedad fué mi reciente conocimiento de autores franceses del Parnaso, pues a la sazón la lucha simbolista apenas comenzaba en Francia y no era conocida en el Extranjero, y menos en nuestra América. Fué Catulle Mendès mi verdadero iniciador, un Mendès traducido, pues mi francés todavía era precario.
Algunos de sus cuentos lírico-eróticos, una que otra poesía, de las comprendidas en el Parnasse contemporaine, fueron para mí una revelación. Luego vendrían otros anteriores y mayores: Gautier, el Flaubert de La tentation de St. Antoine, Paul de Saint Victor, que me aportarían una inédita y deslumbrante concepción del estilo. Acostumbrado al eterno clisé español del siglo de oro, y a su indecisa poesía moderna, encontré en los franceses que he citado una mina literaria por explotar: la aplicación de su manera de adjetivar, de ciertos modos sintáxicos, de su aristocracia verbal, al castellano. Lo demás lo daría el carácter de nuestro idioma y la capacidad individual. Y yo, que me sabía de memoria el Diccionario de galicismos de Baralt, comprendí que no sólo el galicismo oportuno, sino ciertas particularidades de otros idiomas son utilísimas y de una incomparable eficacia en un apropiado trasplante. Así mis conocimientos de inglés, de italiano, de latín, debían servir más tarde al desenvolvimiento de mis propósitos literarios. Mas mi penetración en el mundo del arte verbal francés no había comenzado en tierra chilena. Años atrás, en Centro América, en la ciudad de San Salvador y en compañía del buen poeta Francisco Gavidia, mi espíritu adolescente había explorado la inmensa selva de Víctor Hugo y había contemplado su océano divino, en donde todo se contiene.
¿Por qué ese título Azul? No conocía aún la frase huguesca l'Art c'est l'azur, aunque sí la estrofa musical de Les châtiments:
¡Adieu, patrie, L'onde est en furie! ¡Adieu, patrie, Azur!
Mas el azul era para mí el color del ensueño, el color del arte, un color helénico y homérico, color oceánico y firmamental, el «coeruieum», que en Plinio es el color simple que semeja al de los cielos y al zafiro. Y Ovidio había cantado:
Respice vindicibus pacatum viribus orbem que latam Nereus coerulus ambit humum.
Concentré en ese color célico la floración espiritual de mi primavera artística. Ese primer libro-pues apenas puede contar el volumen incompleto de versos que apareció en Managua con el título de Primeras notas-se componía de un puñado de cuentos y poesías, que podrían calificarse de parnasianas. Azul. se imprimió en 1888 en Valparaíso, bajo los auspicios del poeta de la Barra y de Eduardo Poirier, pues el mecenas a quien fuera dedicado por insinuaciones del primero de estos amigos ni siquiera me acusó recibo del primer ejemplar que le remitiera.
El libro no tuvo mucho éxito en Chile. Apenas se fijaron en él cuando D. Juan Valera se ocupara de su contenido en una de sus famosas Cartas Americanas de Los lunes del Imparcial. Valera vió mucho, expresó su sorpresa y su entusiasmo sonriente-¿por qué hay muchos que quieren ver siempre alfileres en aquellas manos ducales?-; pero no se dió cuenta de la trascendencia de mi tentativa.
Porque si el librito tenía algún personal mérito relativo, de allí debía derivar toda nuestra futura revolución intelectual. A los que asustaba lo original de la reciente manera les fué extraño que un impecable como D. Juan Valera hiciese notar que la obra estaba escrita «en muy buen castellano». Otros elogios hiciera «el tesoro de la lengua», como le llama el conde de las Navas, y el libro fué desde entonces buscado y conocido tanto en España como en América. Valera observa, sobre todo, el completo espíritu francés del volumen. «Ninguno de los hombres de letras de la Península que he conocido yo con más espíritu cosmopolita, y que más largo tiempo han residido en Francia, y que han hablado mejor el francés y otras lenguas extranjeras, me ha parecido nunca tan compenetrado del espíritu de Francia como usted me parece: ni Galiano, ni D. Eugenio de Ochoa, ni Miguel de los Santos Alvarez.» Y agregaba más adelante: «Resulta de aquí un autor nicaragüense que jamás salió de Nicaragua sino para ir a Chile, y que es autor tan a la moda de París y con tanto chic y distinción, que se adelanta a la moda y pudiera modificarla e imponerla.» Cierto; un soplo de París animaba mi esfuerzo de entonces; mas había también, como el mismo Valera lo afirmara, un gran amor por las literaturas clásicas y conocimiento «de todo lo moderno europeo». No era, pues, un plan limitado y exclusivo. Hay, sobre todo, juventud, un ansia de vida, un estremecimiento sensual, un relente pagano, a pesar de mi educación religiosa y profesar desde mi infancia la doctrina católica, apostólica, romana. Ciertas notas heterodoxas las explican ciertas lecturas.
En cuanto al estilo, era la época en que predominaba la afición por la «escritura artística» y el diletantismo elegante. En el cuento El rey burgués, creo reconocer la influencia de Daudet. El símbolo es claro, y ello se resume en la eterna protesta del artista contra el hombre práctico y seco, del soñador contra la tiranía de la riqueza ignara. En El sátiro gordo, el procedimiento es más o menos mendesiano, pero se impone el recuerdo de Hugo y de Flaubert. En La ninfa, los modelos son los cuentos parisienses de Mendès, de Armand Silvestre, de Mezeroi, con el aditamento de que el medio, el argumento, los detalles, el tono, son de la vida de París, de la literatura de París.
Demás advertir que yo no había salido de mi pequeño país natal, como lo escribe Valera, sino para ir a Chile, y que mi asunto y mi composición eran de base libresca. En El fardo triunfa la entonces en auge escuela naturalista. Acababa de conocer algunas obras de Zola, y el reflejo fué inmediato; mas no correspondiendo tal modo a mi temperamento ni a mi fantasía, no volví a incurrir en tales desvíos. En El velo de la reina Mab, sí, mi imaginación encontró asunto apropiado. El deslumbramiento shakespeareano me poseyó y realicé por primera vez el poema en prosa. Más que en ninguna de mis tentativas, en ésta perseguí el ritmo y la sonoridad verbales, la transposición musical, hasta entonces-es un hecho reconocido-desconocida en la prosa castellana, pues las cadencias de algunos clásicos son, en sus desenvueltos períodos, otra cosa. La canción del oro es también poema en prosa, pero de otro género. Valera la califica de letanía. Y aquí una anécdota. Yo envié a París, a varios hombres de letras, ejemplares de mi libro, a raíz de su aparición. Tiempos después, en La Panthée, de Peladán, aparecía un Cantique de l'or, más que semejante al mío. Coincidencia posiblemente. No quise tocar el asunto, porque entre el gran esteta y yo no había esclarecimiento posible, y a la postre habría resultado, a pesar de la cronología, el autor de La canción del oro plagiario de Peladán.
El rubí es otro cuento a la manera parisiense. Un mito, dice Valera. Una fantasía primaveral, más bien; lo propio que El palacio del sol, donde llamara la atención el empleo del leit-motiv. Y otra narración de París, más ligera, a pesar de su significación vital, El pájaro azul. En Palomas blancas y garzas morenas el tema es autobiográfico y el escenario la tierra centroamericana en que me tocó nacer. Todo en él es verdadero, aunque dorado de ilusión juvenil. Es un eco fiel de mi adolescencia amorosa, del despertar de mis sentidos y de mi espíritu ante el enigma de la universal palpitación.
La parte titulada En Chile, que contiene En busca de cuadros, Acuarela, Paisaje, Agua fuerte, La Virgen de la Paloma, La cabeza, otra Acuarela, Un retrato de Watteau, Naturaleza muerta, Al carbón, Paisaje, y El ideal, constituyen ensayos de color y de dibujo que no tenían antecedentes en nuestra prosa. Tales trasposiciones pictóricas debían ser seguidas por el grande y admirable colombiano J. Asunción Silva-y esto, cronológicamente, resuelve la duda expresada por algunos de haber sido la producción del autor del Nocturno anterior a nuestra Reforma. La muerte de la emperatriz de la China-publicado recientemente en francés en la colección Les mille nouvelles nouvelles-, es un cuento ingenuo, de escasa intriga, con algún eco a lo Daudet. A una estrella, canto pasional, romanza, poema en prosa, en que la idea se une a la musicalidad de la palabra.
Luego viene la parte de verso del pequeño volumen. En los versos seguía el mismo método que en la prosa: la aplicación de ciertas ventajas verbales de otras lenguas, en este caso principalmente del francés, al castellano. Abandono de las ordenaciones usuales, de los clisés consuetudinarios; atención a la melodía interior, que contribuye al éxito de la expresión rítmica; novedad en los adjetivos; estudio y fijeza del significado etimológico de cada vocablo; aplicación de la erudición oportuna, aristocracia léxica. En Primaveral-de El año lírico-, creo haber dado una nueva nota en la orquestación del romance, con todo y contar con antecesores tan ilustres al respecto como Góngora y el cubano Zenea. En Estival quise realizar un trozo de fuerza. Algún escaso lector de tierras calientes ha querido dar a entender que-¡tratándose de tigres!-mi trabajo podía ser, si no hurto, traducción de Leconte de Lisle.
Cualquiera puede desechar la inepta insinuación con recorrer toda la obra del poeta de Poèmes barbares. Ello me hizo sonreir, como el venerable Atheneum, de Londres, que porque hablo de toros salvajes en unos de mis versos, me compara con Mistral. En Autumnal vuelve el influjo de la música, una música íntima, «di camera», y que contiene las gratas aspiraciones amorosas de los mejores años, la nostalgia de lo aun no encontrado-y que, casi siempre, no se encuentra nunca tal como se sueña. Hay en seguida, aconsonantando con lo anterior, la versión de un Pensamiento de otoño, de Armand Silvestre. Bien sabido es que, a pesar de sus particularidades harto rabelesianas y de su excesiva «galoiserie», Silvestre era un poeta en ocasiones delicado, fino y sentimental.
Ananké es una poesía aislada y que no se compadece con mi fondo cristiano. Valera la censura con razón, y ella no tuvo posiblemente más razón de ser que un momento de desengaño, y el acíbar de lecturas poco propias para levantar el espíritu a la luz de las supremas razones. El más intenso teólogo puede deshacer en un instante la reflexión del poeta en ese instante pesimista, y demostrar que tanto el gavilán como la paloma forman parte integrante y justa de la concorde unidad del universo; y que, para la mente infinita, no existen, como para la limitada mente humana, ni Arimanes, ni Ormutz. Concluye el librito con una serie de sonetos: Caupolicán, que inició la entrada del soneto alejandrino a la francesa en nuestra lengua-al menos según mi conocimiento. Aplicación a igual poema de forma fija, de versos de quince sílabas, se advierte en Venus. Otro soneto a la francesa y de asunto parisiense: De invierno. Luego retratos líricos, medallones de poetas que eran algunas de mis admiraciones de entonces: Leconte de Lisle, Catulle Mendès, el yanqui Walt Whitman, el cubano J. J. Palma, el mejicano Díaz Mirón, a quien imitara en ciertos versos agregados en ediciones posteriores de Azul., y que empiezan:
Nada más triste que un titán que llora, hombre montaña encadenado a un lirio, que gime, fuerte, que, pujante, implora, víctima propia en su fatal martirio.
Tal fué mi primer libro, origen de las bregas posteriores, y que, en una mañana de Primavera, me ha venido a despertar los más gratos y perfumados recuerdos de mi vida pasada, allá en el bello país de Chile.
Si mi Azul. es una producción de arte puro, sin que tenga nada de docente ni de propósito moralizador, no es tampoco lucubrado de manera que cause la menor delectación morbosa. Con todos sus defectos, es de mis preferidas. Es una obra, repito, que contiene la flor de mi juventud, que exterioriza la íntima poesía de las primeras ilusiones y que está impregnada de amor al arte y de amor al amor.
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