Al acabar de leer un reciente libro de León Daudet, La lutte, he sentido un gran bienestar. He pasado una colina para ir a ver el Océano.
Venía sobre las olas un viento sano. El día estaba un tanto ardiente, mas soplaba frescor la inmensidad marina. Y pensé: la vida es hermosa; la naturaleza es la concreción de la vida. El hombre debe encontrar en la aflicción de su pensamiento su propia esperanza. Aprovechemos el lado sonriente del misterio. Seamos los perseguidores de la alegría. Más de la mitad de la alegría, si no toda la alegría, está en la salud. Seamos los perseguidores de la salud. Dediquémonos a ella hasta conseguirla lo más completa posible. Mantengamos los órganos de nuestro cuerpo lo mejor que podamos. Más hace por nuestras penas morales nuestro hígado que nuestras penas morales mismas.
El amor completo, el sabor de la gloria, el impulso generoso, la concepción luminosa, necesitan del buen estado de nuestras vísceras. La ciencia de las ciencias se llama Higiene.
Mientras nuestra alma permanece en su casa de carne, nuestra alma es fisiológica. Ordenémosle bien su casa. Con nuestro principal poder, con nuestra principal riqueza: la voluntad. De pronto observo: ¿este optimismo no será sospechoso? Arthur Symons ha escrito: «La mayor parte de los que han escrito de una manera seductora sobre el aire libre de lo que llamamos las cosas naturales y florecientes, han sido enfermos: Thoreau, Richard Jeffries, Stevenson. El hombre fuerte tiene tiempo de ocuparse en otra cosa, puede abandonarse a pensamientos abstractos sin tener un lanzamiento al cerebro, puede perseguir objetivamente las consecuencias morales de la acción, no está condenado a los solos elementos de la existencia. Y en su tranquila aceptación de los privilegios de la salud ordinaria, no encuentra ningún lugar para ese éxtasis lírico de las acciones de gracias que un día claro o una noche tranquila despierta en el enfermo.» ¿Y si para la exaltación del arte el hombre «sano» no existe, por lo menos en lo que toca al aparato nervioso? Tanto mayor razón entonces de fortalecernos y mantener en el mejor estado posible el mecanismo de la máquina animal. Y en tal caso, evitar ante todo cualquiera de las puertas señaladas con un peligroso signo mágico, por las cuales se entra en los paraísos artificiales.
Epicuro, Anacreonte, se quedan a la entrada. Omar Kayam, Poe, Musset, Quincey, Verlaine, penetran, y cuando retornan vienen pálidos de haber visto el infierno de los infiernos.
El personaje principal de la novela de León Daudet es un joven médico que en lo mejor del goce de su fresca juventud se siente presa de la tuberculosis. Para calmar sus males, o por el terror de su dolencia irremediable, se entrega a la morfina. Entre las más horribles agitaciones de su vicio, cuando el remedio ha resultado peor que la enfermedad, una resolución firme, ayudada por la constancia de buenos espíritus, por un noble amor, y a la verdad, por los medios que puede procurar una fortuna, triunfa de todo el daño. La voluntad ha vencido a la tuberculosis y a la morfinomanía. Esa es toda la novela. Los incidentes son variados y curiosos. El estilo es el que el autor ha hecho admirar por su vigor y concentración en obras anteriores.
Pierre Guisanne, el héroe, a pesar de su dedicación a la medicina, «n'est pas un savant, c'est un artiste», como pensaban sus camaradas; y al sentirse tuberculoso ha de haber recordado quizás ciertas palabras de Thomas de Quincey, en las que se refiere a que «bien podría ser (el opio), y lo pienso según un hecho absolutamente convincente para mí, el único remedio que haya, no para curar cuando ya ha estallado, sino para detener, cuando se halla en estado latente, la tisis pulmonar, ese azote tan temible en Inglaterra.» Guisanne se deja poseer del espanto de la muerte inevitable. El opio, o su alcaloide, le libra de la fatal idea fija, le crea un estado de alma nuevo, le mata el miedo. Ante la perspectiva del anonadamiento en la tumba, se acelera su deseo de vivir.
Se impone el soplo de la vida ardiente. Él va en un querer frenético al placer y a la embriaguez que le hace aprovechar la eternidad de los instantes. La furia del gozo por la inminencia del aniquilamiento.
Recuérdense las admirables páginas de Renan en la Abadesa de Jouarres.
Es un «parisiense», una «persona muy parisiense», ese joven deseoso de todos los goces y que lleva la existencia de París como la más agradable de las cargas. Su viejo padre vive en provincia, es un sabio discreto. Él cumple con el programa del buen vividor en la capital de las capitales: amigos diversos, también «muy parisienses», queridas, diversiones, elegancias, citas, adulterios, ventajas de soltero. Hay tipos perfectamente delineados y copiados, seguramente, de lo vivo, de los conocimientos de M. Daudet; gentes de letras, ridículos y malos, exquisita canalla; mujercitas, «snobinettes», como dicen en París, impregnadas de vicio y de vicios; donjuanes vaudevillescos, y, demás está decirlo, cocotas de fama y clubmen; y también generosas almas, excelentes corazones, varones de bondad y experiencia, y un lirio de mujer, la novia salvadora. Cuando de repente, brota la primera sangre por la boca y el gozador contempla en su imaginación el fantasma de la tuberculosis, todas las ilusiones se vienen abajo. Alguien turba la fiesta. El se hace ver por uno de sus profesores, Contrat, hombre de seso y con conocimiento del mundo. «La voluntad, le dice, es lo contrario de la preocupación. Ella es un esfuerzo momentáneo, pero serio, en tanto que la preocupación es una vana y constante «revêrie». ¿Sois creyente? Guisanne le contesta que es casi indiferente en materia religiosa. Que ha nacido en la religión católica, que tiene simpatía por las ideas de libertad que hay en ella y que son un feliz contrapeso al fanatismo materialista; pero no practica desde la edad de doce años, desde que perdió a su madre. «Je vous avoue que n'ai pas prié.»-¡Ah, tanto peor!, dice Contrat. «Contrat se había levantado y venía hacia mí lentamente, como si hablase a sí mismo en una semimeditación.-«Sí, he notado que los creyentes resisten más, en ese caso, que los otros. Es una escalera que hay que volver a subir. y ellos tienen una rampa; ¿comprendéis? Os parecerá divertido que el viejo maestro os hable de este modo. Ciertamente, yo he sido un famoso escéptico. Pero estoy en vía de evolucionar. Mi sobrina Blanca es tal vez la causa., o la experiencia., o el trabajo de los abuelos en mí. En todo caso vuestra sensibilidad ha permanecido cristiana. Sin duda. Y bien, mi querido hijo, poneos en la actitud moral que corresponde a la esperanza del milagro lo más a menudo que podáis. Quiero decir, implorad de vuestra voluntad, de las fuerzas desconocidas, de lo que gustéis, la curación súbita y radical. Hay un estado de receptividad moral para el bien como para el mal; eso es lo que es verdad, y los tejidos no son insensibles a eso. El escepticismo predispone a la ruina.»
Esto constituye la base principal de la fabulación, que hay que considerar como tomada de algún ejemplo viviente, ya que no relacionada con el más útil, digno y generoso de los casos autobiográficos. Así, pues, Guisanne, con todo, y su respeto por el profesor, se deja vencer por el terror inmediato, y antes que recurrir a la fuerza voluntaria o a la fe religiosa, se intoxica.
Un compañero médico le dice: «Yo no me atrevo a aconsejarte el opio porque es contrario a todas las doctrinas corrientes. y luego es el diablo para librarse de él.» El enfermo vacila, pero después cae en la tentación. El opio le engaña, le hace vivir en sus delicias ficticias, y le aleja la idea de la muerte. Al recurrir al opio en su situación-lo he dicho,-Guisanne ha debido recordar a Thomas de Quincey. El caso es casi el mismo, hay demasiada similitud. Y tanto más si se recuerda que el autor inglés pudo vencer también en absoluto su vicio, nada menos que después de más de cincuenta años de ser dominado por él. La voluntad fué seguramente más poderosa al luchar con triple fuerza de hábito y triple terreno ganado. Es verdad que de Quincey confiesa que la primera vez empleó el opio para calmar una fuerte e invencible neuralgia dental, y otra vez, más tarde, por una molestísima dolencia del estómago. Mas en una parte de las Confessions of an opium eater, dice claramente: «Al principio de mi carrera como comedor de opio, había sido señalado como una futura víctima de la tisis pulmonar, y me lo habían dicho más de una vez. Bien que las conveniencias humanas hubiesen hecho acompañar esa sentencia sobre mi suerte de palabras alentadoras; que se me haya dicho, por ejemplo, que los temperamentos varían a lo infinito, que nadie podía fijar límites a los recursos de la medicina o a defecto de los remedios a las fuerzas curativas de la sola naturaleza, no era menos preciso un milagro para quitarme la convincción de que era un caso condenado. Tal era el resultado definitivo de esas comunicaciones agradables; era bastante alarmante y llegaba a hacer más aun por tres motivos. Primero, esta opinión era formulada por las autoridades más fidedignas del mundo cristiano, conviene a saber los médicos de Clifton y de las fuentes termales de Bristol, que ven más enfermedades pulmonares en un año que todos sus colegas de Europa en un siglo; esta afección, como he dicho, era un azote muy propio de la Gran Bretaña, pues depende de los accidentes locales, del clima y de las variaciones continuas que sufre.
No era, pues, sino en Inglaterra donde podía estudiarse; para profundizar ese estudio era preciso visitar los alrededores de Bristol, etc.»
Y en otra parte:
«El lector sabe que cuando llegamos a los cuarenta años, todos somos locos o médicos, según el proverbio de nuestros abuelos («fool or physicien»). Presumo que ese proverbio significaba esto: que a esa edad se puede exigir de un hombre que acepte la responsabilidad de su propia salud. Es, pues, de mi deber ser, en ese sentido, un médico, de garantizar, en cuanto la previsión humana puede garantizar algo, mi propia salud corporal. En cuanto a eso, lo he logrado, según testimonios prácticos y ordinarios. Y agrego solemnemente, que sin el opio no hubiera logrado eso. ¡Hace treinta y cinco años, sin duda ninguna, que estaría enterrado!»
A Guisanne también le sirvió de mucho el opio o la morfina.
Mas, como a Quincey, el exceso le trajo un sinnúmero de penalidades, de sufrimientos que constituían otra y más terrible enfermedad. «No hay enfermedad peor que el alcohol», decía Poe. Que la morfina, dicen los morfinómanos. Y al describir los temerosos efectos del abuso, León Daudet parece que pone las impresiones de su propio individuo. Así Santiago Rusiñol, otro victorioso, ha escrito una página alucinante sobre esos mismos terroríficos efectos.
El héroe de esta novela de Daudet, después de una inaudita brega consigo mismo, ayudado de buenos consejeros, se resuelve a ir a un sanatorio alemán, donde un especialista ha de librarle de su fardo infernal de pesadillas. Allí la ciencia hace lo que puede lograr; mas es el ejercicio de la voluntad el que, en resumen, realiza el verdadero milagro. Un alma nueva nace, o más bien, el alma ligada y prisionera rompe sus hierros y cuerdas.
En todo esto hay escenas incidentales de un positivo interés y descritas de modo magistral. En ciertas partes, no se puede menos que recordar que el autor tiene una íntima herencia del creador de Jack y de Petit Chose. El hermoso optimismo fundamental no hace sino realzar y dorar del más bello oro espiritual esta obra bienhechora.
El fondo religioso y consolador es tanto más de admirar, cuanto que viene de un trabajador vigoroso de ideas y de sensaciones, de un hombre nutrido de ciencia, y de un criterio no por cierto empapado en aguas de azúcar sentimentales.
Y no es sino harto conocida su potencia de pugil en los encuentros periodísticos y entre las apacherías de la política. Su libro reciente es un libro de bien. Más de un enfermo de la voluntad encontrará alivio y tal vez curación en esas páginas saludables.
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