Alguna vez he hablado de mis impresiones respecto a la intelectualidad de la República del Brasil. Nunca olvidaré mis días de Río Janeiro, donde tuve ocasión de conocer un núcleo de escritores y poetas que despertaron en mí una cordial simpatía y una alta estimación mental. El gran Machado de Asís, en su vivaz y alerta vejez, respetado y querido por todos como glorioso patriarca de la patria literatura; José Verissimo, el maestro cuya crítica es admirada y señalada entre las labores de valor superior; un perito de ideas que en cualquier centro europeo estaría en puesto de autoridad considerable; Graca Aranha, el novelista que ha adquirido por potencia y riqueza ideal y por verbo admirable una de las más puras glorias en las letras portuguesas en general, y que, según opiniones como la del célebre conde Prozor, ha escrito la mejor novela de estos últimos tiempos, su Canaan, cuya versión castellana es obra de Roberto Payró; Olavo Bilac, el poeta, uno de nuestros más gentiles poetas latinos, cuya prosa es de los más elevados quilates y cuyo don oratorio cautivó a los que oyeron su musical y fecunda palabra en la Argentina, y tantos otros que forman en la capital fluminense una agrupación de activos y productores cerebros que son la mejor corona de su patria, cuya tradición de cultura, que viene desde los primeros tiempos imperiales, ha formado, al lado de la preeminencia social, una aristocracia de la inteligencia, que en su cohesión y en su intensidad de producción-a pesar de las propias quejas-lleva la primacía en todo el continente.
En el elemento joven pude apreciar más de un vigoroso y lozano talento.
Entre ellos llamó mi atención Elysio de Carvalho, de quien conocía las primeras obras y el plausible entusiasmo y la pasión artística siempre sincera.
En los últimos movimientos de ideas que se han desarrollado y han triunfado en el mundo literario, ha habido entre los luchadores quienes han sido intermediarios entre los grupos pensantes, iniciadores de relaciones, propagadores, vinculadores, anunciadores, introductores de espíritus hermanos o de obras afines. De éstos, unos se han envuelto en la luz de su propia emanación; otros, modestos, pero eficaces, han laborado por el triunfo de su ideal secundando el ajeno impulso, dando su contribución de ideas o ayudando a la definitiva victoria de los maestros y al mantenimiento de la fe y de la perseverancia en los compañeros de campaña.
Y mérito innegable y siempre digno de reconocimiento será el de los que, a más de la realización de sus personales ambiciones, han contribuído a esa especie de confraternidad espiritual internacional que ha sido uno de los distintivos especiales de la evolución que se inició en Francia con el nombre de simbolismo y que, alcanzando hasta nosotros después de otros «ismos», dió por resultado un nuevo triunfo para el arte humano y el definitivo reconocimiento del poder de la libertad y de la individualidad.
Entre esos propagadores e intermediarios entre las «élites» más o menos numerosas, no podrá nunca olvidarse a Elysio de Carvalho, en el Brasil; a Pedro Emilio Coll y Pedro César Dominici, en Venezuela; a Urueta, Valenzuela, José Juan Tablada y el grupo de la Revista Azul y de la Revista Moderna, en Méjico; a Luis Berisso, Jaimes Freyre y Díaz Romero, en la Argentina; a Rodó y Pérez Petit, en el Uruguay; a Santiago Argüello, Mayorga, Turcios, Troyo, Acosta y Ambrogi, en Centro América; a González y Contreras, en Chile; a Clemente Palma, Román, Albujar y otros, en el Perú; a Silva, Valencia y Darío Herrera, en Colombia; a dos o tres buenos poetas en el Ecuador; a Iraizos y Mortajo, en Bolivia; al culto y noble Gondra, en el Paraguay.
Carvalho fué el paladín de la revolución intelectual en la juventud brasilera. En relación con los leaders de Europa, llevó su entusiasmo hasta a afiliarse a pequeñas agrupaciones que en el mismo París tuvieron una efímera vida; tal el mentado naturismo, que no tuvo más razón de ser en pleno afianzamiento simbolista que el talento impaciente de unos cuantos. En el Brasil, la aparición de un joven combatiente como Carvalho llamó la atención de todos, provisto como iba, según el decir de José Verissimo, «de una rica si bien desordenada y no menos interesante actividad mental. Todo en él revestía un bello entusiasmo juvenil, sincero y vigoroso, servido por un talento que aparecía real en medio de la extravagancia de su precoz literatura, de la anarquía de sus ideas y de la multiplicidad de sus propagandas estéticas. ¡Curioso! Este mozo exuberante, franco hasta la prodigalidad, ávido, sin duda, de surgir, mas con derecho a ello, al cabo ingenuo y bueno, fué, por sus mismos compañeros de juventud y literatura nueva, discutido, negado, calumniado.» Bien ha estado al recordar esos comienzos de la labor de Elysio de Carvalho, ahora que, como comprueba el mismo Verissimo, la personalidad del autor de «As modernas correntes esthéticas na literatura brazileira» queda situada definitiva y dignamente en las letras de su país.
La producción de Elysio de Carvalho se relaciona, como he dicho, con las últimas manifestaciones mentales que han conmovido el Arte y la Filosofía en el mundo europeo y cuyas repercusiones han influído en los espíritus estudiosos y entusiásticos de todas las naciones.
Aparte de sus expansiones de alma, de la revelación de sus íntimos sueños e ideologías, en versos y prosas de audacia y de elegancia, de altivez y de ansia moral, como sus «Horas de Febre», su «Alma antiga», tradujo admirablemente a su idioma la célebre Balada carcelaria de Osear Wilde y los «Poemas» de este mismo poeta. Narró el proceso de su educación filosófica y artística en su «Historia de um cerebro»; se afilió-más o menos pasajeramente-a lo que aquí se llamó naturismo, en su «Delenda Carthago». Nietzsche tuvo en él un admirador; Stirner un apasionado propagandista, comentador y biógrafo. Toda nueva idea, todo nuevo impulso en el pensamiento contemporáneo halló en él un apoyo y un entusiasmo. Razones claras me impiden ocuparme de una de sus últimas producciones: «Rubén Darío», estudio crítico (1906). Mas he de decir que tal trabajo figura hermosamente entre el magistral aunque fragmentario estudio sobre el mismo autor, de Rodó y los de González Blanco, Henríquez Ureña, Pardo Bazán, Martínez Sierra, Alberto Ghiraldo, Ricardo Rojas y Díaz Romero.
El amor de la novedad y de la combatividad, naturalmente despertaron en unos ya el asombro, ya la voluntad hostil; más también tuvo Carvalho su cosecha de simpatías y sus conquistas justas. Su puro fervor de Belleza y su anhelo de verdad, le han colocado entre los excelentes. Pertenece a esa aristocracia inconfundible de la idea, que no se compadece con la mediocridad ni con la chatura.
Naturalmente, con el tiempo, los primeros fuegos juveniles se han aminorado, y a la incondicional determinación ha sucedido una manera reflexiva y serena que no por eso deja de conservar la fuerza y la sinceridad de antaño.
Y es que jamás consideró este hombre de cultura y este artista íntegro, la facultad de pensar y el don de escribir, sino con toda la seriedad y la profundidad que requiere tal condición que innegablemente coloca al ser humano en superior jerarquía. Abominados sean los histriones del pensamiento y los apaches de la pluma, que prostituyeron la singular virtud que pudo servirles para propia elevación y bien de almas hermanas.
Los defectos de Carvalho en sus primigenias producciones han sido los del árbol demasiado copioso de savia y de follaje, defectos de los años en que, poseídos del brío primaveral, los espíritus tienen asimismo exuberancia de savia y de follaje.
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