Jean Orth es sabido que es el archiduque austriaco, de la imperial familia atrida, que, enamorado como un antiguo estudiante romántico, se embarcó un día con la mujer amada en un navío de ignorada suerte. Con rumbo a la buscada Felicidad, se esfumó en el Misterio. Y Eugenio Garzón es el Gaucho Dandy del Fígaro de París, que llegado a Lutecia de su Uruguay nativo, tiró las boleadoras a la Fama, y la llevó de las alas a la garconnière de la rue de Courcelles, para lanzarla a todas partes, dando buenas nuevas propias y curiosas noticias del archiduque Juan de Habsburgo.
¿El archiduque naufragó? ¿El archiduque ha sido encontrado en el Río de la Plata? ¿El archiduque está en el Japón? Después de leer el buen libro de Garzón sobre Jean Orth, no tenemos la certeza de nada de eso.
Quizás esto vale más, pues archiduque encontrado, leyenda acabada; y es siempre mejor que Barbarroja esté en su ignorada gruta, haciendo compañía probablemente a Enoch y a Elías. Y luego, yo creo que Garzón es tan artista que ha dejado escaparse al príncipe hacia su sueño de soledad-, quedándose con el pretexto, es natural, de escribir un bello volumen.
Este tuvo el consiguiente éxito cuando apareció en castellano. A pesar de estar escrito en nuestra lengua, tan poco leída en Europa, se habló bastante de él en Italia, en Alemania y en Austria. La versión francesa lo hará conocer mayormente. La crítica española le ha sido favorable, y sus colegas y amigos de América han tenido para el autor gentiles opiniones. Manuel Bueno proclama su «mérito indiscutible»; Emilio Mitre reconoce el interés y la agradable literatura del libro; Eduardo Wilde encuentra «páginas encantadoras»; Daniel Muñoz aplaude esta obra «variada en su unidad»; García Ladevese asegura que «son los libros escritos como Jean Orth los que consuelan de la impotente literatura de decadencia»; y Gómez Carrillo cuenta que se ha «olvidado de almorzar» por leer Jean Orth. Esto que parece más bien un prière d'insérer, no es sino un ramillete de justicias. Al cual yo agrego, gustoso, mis cumplimientos.
Hace algún tiempo, visitando la admirable mansión de Miramar que posee en la isla de Mallorca el archiduque Luis Salvador, vi en una capilla construída no lejos de la legendaria gruta de Raimundo Lulio, una estatua de mármol, simulacro de nuestra católica Virgen. En el zócalo una inscripción recuerda las dos visitas que a Miramar hiciera la emperatriz que tan bellas páginas inspiró a Maurice Barrès, y que el doctor Christomanos biografiara fervorosamente. Y en tal inscripción se ponía bajo el amparo y la protección de la Maris Stella, a la porfirogénita viajera que en Corfú descansa en su Achilleion, frente al monumento que consagrara a su admirado Heine, de sus errantes fatigas.
La Estrella del Mar no pudo desviar, por ley de la superioridad divina, el arma del anarquista que, a las orillas del lago de Ginebra, hirió a la soberana y solitaria señora. Y al leer la inscripción votiva no pude menos que recordar a Jean Orth que, como el holandés errante, se perdió en lo incógnito del mar sobre su barco fantasma. Tiene Garzón una hermosa página en que los datos fatídicos se amontonan como puñales en el proceso histórico de esa familia predestinada. Quizá poseído del terror de su sangre, el príncipe perdido abandonó la existencia palatina de Viena y en compañía de la hembra elegida, vestido de su pseudónimo, se fué en busca de paz, de acción, de horas tranquilas y amorosas.
Su caso queda entre los enigmas de la historia. Su vida es una novela que justamente ha tentado la pluma de un escritor de fantasía y entusiasmo, que ha hecho juntarse en el camino de la leyenda el Río de la Plata y el bello Danubio azul. El hallazgo del príncipe hubiera sido una victoria periodística destructora de ilusiones; el triunfo literario en que me ocupo deja felizmente el campo libre a la suposición y a la imaginación.
El temperamento caballeresco de Garzón se aviene a maravilla con la aventura romántica del archiduque navegante, y su habilidad de escritor sale ufana del intento de demostrarnos la posibilidad de que actualmente existe en alguna parte el que casi todo el mundo ha creído muerto en el mar.
Contraste curioso ofrece el autor, entre estas páginas laboradas con una firme preocupación y elegancia de estilo, y su diaria tarea de Le Fígaro, en donde con períodos erizados de guarismos y de manera concentrada y expositiva, hace la propaganda de las riquezas y de los progresos de la América nuestra, sobre todo de la maravillosa República Argentina. Gracias a esto, le perdonarán sus amigos de estancia y automóvil sus apasionados devaneos con las bellas letras que no son de cambio. El Fígaro parisiense ha ganado mucho, es indudable, en nuestro continente y en nuestro mundo hispanoparlante, con el trabajo asiduo de su redactor platense. Y nuestras repúblicas, a su vez, han logrado por fin tener en Europa un expositor útil y fidedigno y serio, de su civilización y de sus elementos de riqueza y de cultura. Tanto más, que a la propaganda simplemente comercial e industrial de la hoja cotidiana, se agregará pronto la social y artística en Le Figaro Illustré.
Amigo de las elegancias y de las distinciones, alejado de los murmuradores charlatanes y de los folicularios de países latinos que abundan en las colonias de París, puede Garzón entretener sus vagares de mundano, escribiendo con pluma fina libros como su Jean Orth y como La entraña del bulevar, que aparecerá en breve.
En el tiempo relativamente corto en que ha logrado ser el primer hispanoamericano que ha entrado a formar parte de la redacción activa de un gran diario, ha llegado a conocer la vida parisiense como muy pocos extranjeros la conocen. Conversar con él es un placer. Y así, entre anécdota y frase oportuna, os narrará cosas del mundo internacional de la Metrópoli, como traerá a cuento sus días de juventud y de lucha, en su amada tierra original. Trofeo forman, en su gabinete de trabajo, los ponchos costosos de los gauchos, las espuelas, la guitarra del payador, las boleadoras que han detenido carreras de avestruces y de potros en las vastas pampas. Y bajo esos trofeos suelen verse lindas sonrisas francesas, monóculos literarios; o tal o cual barba blanca de personaje.
Aunque ya ha nevado sobre él, guarda con bizarra actitud sus bríos de antaño, que recuerdan sus antiguos compañeros de periodismo en el Plata, hoy casi todos diplomáticos y hombres de estado. Y es soltero. Garzón para la garconnière.
Este escritor y este periodista, ambos en el mejor sentido de la palabra, es, como lo he dicho en otra ocasión y en este nuestro querido Fígaro habanero, un romántico modernizado.
End of title
Sign in to unlock this title
Sign in to continue reading, it's free! As an unregistered user you can only read a little bit.