Era noche de Viernes Santo; los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen; o la historia del Santo Niño de la Guarda, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos del viento, que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien, al parecer, aguardaba con impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero. ¡No parece sino que esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos!. ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, qué todos acuden a mi barca, teniendo tan cerca el puente?. No, no irán a nada bueno cuando así evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San Servando. Pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.
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