En una de mis cartas anteriores dije á ustedes en qué ocasión y por quién me fué referida la estupenda historia de las brujas, que á mi vez he prometido repetirles. La muchacha que se encuentra á mi servicio, tipo perfecto del país, con su apretador verde, su saya roja y sus medias azules, había colgado el candil en un ángulo de mi habitación débilmente alumbrada, aun con este aditamiento de luz, por una lamparilla, á cuyo escaso resplandor escribo. Las diez de la noche acababan de sonar en el antiguo reloj de pared, único resto del mobiliario de los frailes, y solamente se oían, con breves intervalos de silencio profundo, esos ruidos apenas perceptibles y propios de un edificio deshabitado é inmenso, que producen el aire que gime, los techos que crujen, las puertas que rechinan y los animaluchos de toda calaña que vagan á su placer por los sótanos, las bóvedas y las galerías del monasterio, cuando después de contarme la leyenda que corre más válida acerca de la fundación del castillo, y que ya conocen ustedes, prosiguió su relato, no sin haber hecho antes un momento de pausa para calmar el efecto que la primera parte de la historia me había producido, y la cantidad de fe con que podía contar en su oyente para la segunda.
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