Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba á cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección á la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos, cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que se fueron apagando poco á poco los rumores del día, y ya no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reitió ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptible.
Marta y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros.
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